domingo, 2 de febrero de 2014

Los hijos adultos de alcohólicos corren el peligro de desarrollar adicciones, convertirse a su vez en alcohólicos, en neuróticos, o por lo menos, en cónyuges de alcohólicos.



Los estudiosos de la enfermedad del alcoholismo, no han podido ponerse
de acuerdo si hay influencia del entorno, de los genes o una combinación
de ambos, pero todos absolutamente apoyan el anterior enunciado. Por
fortuna, personalmente no desarrollé el alcoholismo, pero sí otras
adicciones como el fumar y el comer compulsivo, tal vez como
compensaciones ante el sufrimiento.

Como he mencionado antes, con todas las experiencias vividas en mi
hogar, aprendí a no confiar, a no pedir, a no expresar mis sentimientos y
desde mi más tierna infancia me protegí contra el dolor evitando sentir y
llorar. Admitiendo que a esta difícil tarea me ayudaron tanto mi fantasía,
como mi exceso de trabajo, no puedo dejar de constatar el papel
sustitutivo de mi afición a comer demasiado. Desde niña aprendí que
comiendo dulces, panes y chocolates no se sufre y que la comida ayudaba
para no tocar tristeza. Recuerdo la ilusión que me causaba comer a diario,
al salir de la escuela dos barquillos de mamey y cómo me consolaban en
mis tardes solitarias los dulces que me compraba con el peso que me
daban para gastar. Desde niña fui gorda y creo que mi grasa corporal ha
sido la muestra visible de mi escudo contra el sufrimiento. Ser gorda ha
sido la coraza con la que me he enfrentado a la dureza de la vida. Por lo
mismo, en la adolescencia aprendí a fumar, adicción que me ha resultado
una manera cómoda de librarme de la tensión y la ansiedad.

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