domingo, 29 de diciembre de 2013

¿Por qué mentimos?



La respuesta es muy simple: “porque funciona”.

Una de las teorías más interesantes para explicar la tendencia a mentir es la hipótesis de la inteligencia maquiavélica. Esta teoría sostiene que el desarrollo progresivo de la inteligencia en el mundo animal se debe a la necesidad de desarrollar formas más sofisticadas de engaño y manipulación. Esta hipótesis se aplica igualmente a los seres humanos, afirmando que la complejidad social los ha compulsado cada vez más a refinar los mecanismos de engaño, desarrollando habilidades superiores para negociar y convencer. Esto significaría, a grosso modo, que somos mentirosos natos.

Aunque no soy partícipe de la teoría de la inteligencia maquiavélica, debe reconocerse el papel que desempeña el medio social en la formación de nuestra “faceta mentirosa”. Por ejemplo, aunque los educadores le dicen continuamente al niño que no mienta ya que éste es un comportamiento negativo, si le enseñan tácticas sutiles de engaño que le permitirán insertarse adecuadamente en la sociedad. Un ejemplo muy sencillo es cuando regañan al niño porque ha dicho que un regalo de cumpleaños no le gustó, justo delante de la persona que se lo ha regalado. En realidad el niño está siendo sincero al expresar sus emociones pero muy pronto el pequeño aprenderá cuando expresar sus ideas y cuando no. Así, este niño aprenderá que una mentira puede hacer a las otras personas más felices y puede permitirle a él mismo ser mejor aceptado. ¡Entonces comienza el juego!

Son varios los estudios científicos que demuestran que las personas que mienten tienden a obtener mejores trabajos y atraen con más facilidad a las personas del sexo opuesto. De hecho, hace algunos años Feldman demostró que los adolescentes más populares en su escuela también son aquellos que pueden manipular y engañar con mayor facilidad a sus coetáneos.

En resumen, una buena parte de las mentiras cotidianas son un intento de encajar mejor en el círculo social en el cual nos desenvolvemos.

Pero no sólo le mentimos a las otras personas, también nos mentimos a nosotros mismos. ¿Por qué? La respuesta puede venir de la mano de un curiosísimo estudio desarrollado en las universidades de Temple y Wisconsin en el 1981 donde se apreció que las personas que se mentían a sí misma con más asiduidad eran más felices que quienes tenían una perspectiva más realista del mundo.

En este caso los investigadores le pidieron a los participantes en el experimento que probasen suerte con una serie de juegos de azar. No obstante, los resultados verdaderos se manipularon, aumentándose o disminuyéndose las ganancias. Las personas supuestamente sanas tendían a vanagloriarse cuando las ganancias habían sido artificialmente elevadas mientras que tendían a subestimarlas cuando eran demasiado pobres. En palabras de Diderot sería: “Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”.

Asombrosamente, las personas con tendencia a la depresión evaluaron su verdadera contribución de forma más cuidadosa, percatándose de los aumentos o disminuciones de los resultados. Esta investigación, que después ha sido replicada de diversas formas, ha conducido a la teoría de que el autoengaño (en dosis pequeñas y en situaciones no relevantes) nos ayuda a mantener un buen estado de ánimo. En fin, nos mentimos a nosotros mismos para salvar nuestro ego.

No obstante, aún comprendiendo el significado de las mentiras y el rol que éstas juegan en nuestra vida íntima y nuestras relaciones sociales, soy de las que apuesto por la verdad. El hecho de que hallamos hecho las cosas siempre de un modo no significa que no existan otras formas de hacerlas, que quizás pueden ser más directas y simples.

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